João aterrizó en Chile el 14 de enero de 1971, después de ser salvajemente torturado en su país. Era parte de los 70 prisioneros políticos brasileños intercambiados por el embajador de Suiza que la Vanguardia Popular Revolucionaria había secuestrado semanas antes. Aprendió castellano, buscó trabajo y, al poco tiempo, se casó con una chilena que trabajaba con mi papá para el gobierno de Salvador Allende. Cuando vino el Golpe, ambos se encontraban en peligro y escaparon hacia Europa con su hija recién nacida. Eligieron un pueblo pequeño y aislado donde enterrar los malos recuerdos. Ahí nacieron dos hijos más a quienes no contaron su historia, sino hasta que fueron mayores. Por casualidades de la vida, yo y ellos nos sentamos a la misma mesa, 30 años más tarde, en una helada Navidad de América del Norte. La complicidad fue instantánea, como si nos hubiéramos conocido de toda la vida, como si fuéramos hermanos de una misma madre. A la felicidad de encontrar almas gemelas se mezcló una extraña nostalgia; ellos podrían haber sido mis compañeros de juego durante la infancia y mis confidentes en la adolescencia, en vez de eso habían sido un vacío. Sólo cuando los conocí me di cuenta de que los había echado de menos toda la vida, de que eran otra de las alegrías que me había arrebatado la dictadura.